Hoy me llegaron estas palabras que me parecen HERMOSAS y por eso quiero compartirlas. Las tomé del Blog: http://www.domund.org
Entiendo que en Barcelona, el día del DOMUND - Domingo Mundial de las Misiones - le piden a alguna persona que escriba un Pregón.
Aquí va el pregón del 2016. Nos ayudará a reflexionar, pensar, rezar, opinar...
Alejandra rjm
Excelentísimo
Sr. Arzobispo Juan José Omella,
monseñores,
autoridades,
amigas y
amigos:
No puedo empezar este pregón sin
compartir los sentimientos que, en este preciso momento, me tienen el corazón
en un puño. Estoy en la Sagrada Familia, donde, como decía el poeta Joan
Maragall, se fragua un mundo nuevo, el mundo de la paz. Y estoy aquí porque he
recibido el inmerecido honor de ser la pregonera de un grandioso acto de amor
que, en nombre de Dios, nos permite creer en el ser humano. Si me disculpan la
sinceridad, pocas veces me he sentido tan apelada por la responsabilidad y, al
mismo tiempo, tan emocionada por la confianza.
No soy creyente, aunque algún
buen amigo me dice que soy la no creyente más creyente que conoce. Pero tengo
que ser sincera, porque, aunque me conmueve la espiritualidad que percibo en un
lugar santo como este y admiro profundamente la elevada trascendencia que late
el corazón de los creyentes, Dios me resulta un concepto huidizo y esquivo. Sin
embargo, esta dificultad para entender la divinidad no me impide ver a Dios en
cada acto solidario, en cada gesto de entrega y estima al prójimo que realizan
tantos creyentes, precisamente porque creen. ¡Qué idea luminosa, qué ideal tan
elevado sacude la vida de miles de personas que un día deciden salir de su
casa, cruzar fronteras y horizontes, y aterrizar en los lugares más abandonados
del mundo, en aquellos agujeros negros del planeta que no salen ni en los
mapas! ¡Qué revuelta interior tienen que vivir, qué grandeza de alma deben de
tener, mujeres y hombres de fe, qué amor a Dios que los lleva a entregar la
vida al servicio de la humanidad! No imagino ninguna revolución más pacífica ni
ningún hito más grandioso.
Vivimos tiempos convulsos, que
nos han dejado dañados en las creencias, huérfanos de ideologías y perdidos en
laberintos de dudas y miedos. Somos una humanidad frágil y asustada que camina
en la niebla, casi siempre sin brújula. En este momento de desconcierto,
amenazados por ideologías totalitarias y afanes desaforados de consumo y por el
vaciado de valores, el comportamiento de estos creyentes, que entienden a Dios
como una inspiración de amor y de entrega, es un faro de luz, ciertamente, en
la tiniebla.
Hablo de ellos, de los misioneros, y esta palabra tan antigua como la propia fe cristiana —no en vano los cristianos empezaron a salir de su tierra, para ir a la tierra de todos, desde los principios de los tiempos—, esta palabra, decía, ha sido ensuciada muchas veces, arrastrada por el fango del desprecio. Es cierto que los misioneros tienen un doble deseo, una doble misión: son portadores de la palabra cristiana y, a la vez, servidores de las necesidades humanas. Es decir, ayudan y evangelizan, y pongo el acento en este último verbo, porque es el que ha sufrido los ataques más furibundos, sobre todo por parte de las ideologías que se sienten incómodas con la solidaridad, cuando se hace en nombre de Cristo. De esta incomodidad atávica, nace el desprecio de muchos.
Es evidente que las críticas
históricas a determinadas prácticas en nombre de la evangelización son
pertinentes y necesarias. Estoy convencida, leyendo el Nuevo Testamento, de que
el mismo Jesús las rechazaría. Pero no estamos en la Edad Media, ni hace
siglos, cuando, en nombre del Dios cristiano, se perpetraron acciones poco
cristianas. Desgraciadamente, el nombre de todos los dioses se usa en vano para
hacer el mal, y este hecho tan humano tiene muy poco que ver con la idea
trascendente de la divinidad. Pero, al mismo tiempo, hay que poner en valor la
entrega de miles y miles de cristianos que, a lo largo de los siglos, han hecho
un trabajo de evangelización, convencidos de que difundir los valores
fraternales, la humildad, la entrega, la paz, el diálogo, difundir, pues, los
valores del mensaje de Jesús, era bueno para la humanidad. Si es pertinente
hacer proselitismo político, cuando quien lo hace cree que defiende una
ideología que mejorará el mundo, ¿por qué no ha de ser pertinente llevar la
palabra de un Dios luminoso y bondadoso, que también aspira a mejorar el mundo?
¿Por qué, me pregunto —y es una pregunta retórica—, hacer propaganda ideológica
es correcto, y evangelizar no lo es? Es decir, ¿por qué ir a ayudar al prójimo
es correcto cuando se hace en nombre de un ideal terrenal, y no lo es cuando se
hace en nombre de un ideal espiritual? Y me permito la osadía de responder:
porque los que lo rechazan lo hacen también por motivos ideológicos y no por
posiciones éticas.
Quiero decir, pues, desde mi
condición de no creyente: la misión de evangelizar es, también, una misión de
servicio al ser humano, sea cual sea su condición, identidad, cultura,
idioma..., porque los valores cristianos son valores universales que entroncan
directamente con los derechos humanos. Por supuesto, me refiero a la palabra de
Dios como fuente de bondad y de paz, y no al uso de Dios como idea de poder y
de imposición. Pero, con esta salvedad pertinente, el mensaje cristiano,
especialmente en un tiempo de falta de valores sólidos y trascendentes, es una
poderosa herramienta, transgresora y revolucionaria; la revolución del que no
quiere matar a nadie, sino salvar a todos.
Permítanme que lo explicite una
manera gráfica: si la humanidad se redujera a una isla con un centenar de
personas, sin ningún libro, ni ninguna escuela, ni ningún conocimiento, pero se
hubiera salvado el texto de los Diez Mandamientos, podríamos volver a levantar
la civilización moderna. Todo está allí: amarás al prójimo como a ti mismo, no
robarás, no matarás, no hablarás en falso...; ¡la salida de la jungla, el ideal
de la convivencia! De hecho, si me disculpan la broma, solo sería necesario que
los políticos aplicaran las leyes del catecismo para que no hubiera corrupción
ni falsedad ni falta de escrúpulos. El catecismo, sin duda, es el programa
político más sólido y fiable que podamos imaginar.
Y de la idea menospreciada,
criticada y tan a menudo rechazada de la evangelización, a otro concepto
igualmente demonizado: el concepto de la caridad. ¿Cuántas personas de bien que
se sienten implicadas en la idea progresista de la solidaridad, y alaban las
bondades indiscutibles que la motivan, no soportan, en cambio, el concepto de
la caridad cristiana? Y uso el término con todas sus letras: caridad cristiana,
consciente de cómo molesta esa motivación en determinados ambientes
ideológicos. Sin embargo, esta idea, que personalmente encuentro luminosa, pero
que otros consideran paternalista e incluso prepotente, ha sido el sentimiento
que ha motivado a millones de cristianos, a lo largo de los siglos, a servir a
los demás. Y cuando hablamos de los demás, hablamos de servir a los
desarraigados, a los olvidados, a los perdidos, a los marginados, a los
enfermos, a los invisibles. ¡Quiénes somos nosotros, gente acomodada en nuestra
feliz ética laica, para poner en cuestión la moral religiosa, que tanto bien ha
hecho a la humanidad! La caridad cristiana ha sido el sentimiento pionero que
ha sacudido la conciencia de muchos creyentes, decididos a entregar la vida
propia para mejorar la vida de todos.
Y no me refiero solo a los
misioneros actuales, a los más de quinientos catalanes, o a los casi trece mil
de todo el Estado, repartidos por todo el mundo, allí donde hay necesidad más
extrema, sino también a aquellos lejanos cristianos que, por amor a su fe,
protagonizaron gestas heroicas. ¿Qué podemos decir, por ejemplo, de los
mercedarios que se intercambiaban por personas que estaban presas en tierras
musulmanas, como acto sublime de sacrificio propio, en favor de los demás? El
mismo ideal espiritual que motivaba a san Serapión a ir hasta el Magreb, entrar
en la prisión de un sultán y liberar a un desconocido, convencido de que aquel
acto de amor era un tributo a Dios, es el que motivó a Isabel Solà Matas, una
joven enfermera catalana, perteneciente a la Congregación de Jesús-María, a
estar dieciocho años en Guinea y ocho en Haití, hasta que fue asesinada.
Durante todos estos años de entrega, dejó su estela de bondad y servicio, y,
gracias a ella, por ejemplo, existe ahora el Proyecto Haití, un centro de
atención y rehabilitación de mutilados que fabrica prótesis para los haitianos
que no tienen recursos. La conocían como «la monja de los pies», porque,
gracias a ella, muchos haitianos pobres habían tenido una segunda oportunidad.
Casi ochocientos años separaban a san Serapión de Isabel Solà, y, en ocho
siglos, el mismo alto ideal de servicio y entrega los motivaba, empujados por
la creencia en un Dios de amor.
Y como Isabel, tantos otros
misioneros, monjas, curas y seglares, muertos en cualquier rincón del mundo,
asesinados, abatidos por virus terribles, caídos en las guerras de la
oscuridad. Cómo no recordar al hermano Manuel García Viejo, miembro de la Orden
de San Juan de Dios, que, después de 52 años dedicados a la medicina en África,
se infectó del ébola en Sierra Leona y murió. O a su compañero de Orden Miguel
Pajares, que desde los doce años dedicaba su vida a los más pobres y que regentaba
un hospital en una de las zonas de Liberia más castigadas por el virus. Todos
ellos, caídos en el servicio a la humanidad, motivados por su fe religiosa y
por la bondad de su alma. Isabel, Manuel, Miguel son la metáfora de lo que
significa el ideal del misionero: el de amar sin condiciones, ni concesiones.
Si Dios es el responsable de tal entrega completa, de tal sentimiento poderoso
que atraviesa montañas, identidades, idiomas, culturas, religiones y fronteras,
para aterrizar en el corazón mismo del ser humano, si Dios motiva tal viaje
extraordinario, cómo no querer que esté cerca de nosotros, incluso cerca de
aquellos que no conocemos el idioma para hablarle.
Decía Isabel Solà en 2011, en un
vídeo-blog para pedir ayuda para su centro de prótesis: «Os preguntaréis cómo
puedo seguir viviendo en Haití, entre tanta pobreza y miseria, entre
terremotos, huracanes, inundaciones y cólera. Lo único que podría decir es que
Haití es ahora el único lugar donde puedo estar y curar mi corazón. Haití es mi
casa, mi familia, mi trabajo, mi sufrimiento y mi alegría, y mi lugar de
encuentro con Dios».
No encuentro palabras más
intensas para describir la fuerza grandiosa del amor. He dicho al inicio de
este pregón que no soy creyente en Dios, y esta afirmación es tan sincera como,
seguramente, triste. ¡Estamos tan solos ante la muerte los que no tenemos a
Dios por compañía! Pero soy una creyente ferviente de todos estos hombres y
mujeres que, gracias a Dios, nos dan intensas lecciones de vida, apóstoles
infatigables de la creencia en la humanidad. El papa Francisco ha pedido, en su
Mensaje para este DOMUND, que los cristianos «salgan» de su tierra y lleven su
mensaje de entrega, pero no porque los obliga una guerra o el hambre o la
pobreza o la desdicha, como tantas víctimas hay en el mundo, sino porque los
motiva el sentido de servicio y la fe trascendente. Es un viaje hacia el centro
de la humanidad. Esta llamada nos interpela a todos: a los creyentes, a los
agnósticos, a los ateos, a los que sienten y a los que dudan, a los que creen y
a los que niegan, o no saben, o querrían y no pueden. Las misiones católicas
son una ingente fuerza de vida, un inmenso ejército de soldados de la paz, que
nos dan esperanza a la humanidad, cada vez que parece perdida.
Solo puedo decir: gracias por la
entrega, gracias por la ayuda, gracias por el servicio; gracias, mil gracias,
por creer en un Dios de luz, que nos ilumina a todos.
Pilar Rahola
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