... y la gente fue llegando de muchos y diferentes lugares. No pasaba un día sin que alguien llamara a la puerta; y siempre, sin excepción, había un colchón para el descanso y un plato caliente en la mesa. La casa se ensanchaba cada día, aunque en realidad lo que crecía y se humanizaba era el corazón de todas las personas que convivían en ella.
Parecería el final de un bonito cuento
infantil, pero a veces necesitamos volver al lenguaje de la belleza, que nos
ayuda a soñar la utopía y a descubrirla en la realidad gris y compleja en la
que vivimos. En Oujda, Marruecos, frontera con Argelia existe una casa abierta
para las personas que, cruzando África, van de camino hacia Europa; es una casa
llena de nombres y rostros, llena de vida compartida.
En esta casa Michel, camerunés de 23 años, la semana pasada nos decía a todos: “Gracias, porque es el primer día después de 16 meses de camino que he podido descansar sin miedo, que he comido sin prisa, y que he conversado sintiéndome en familia”.
Es aquí donde a Marion, de 8 años, le
brillan los ojos cuando cuenta cómo llegó tras haber malvivido un largo tiempo
en uno de los ghuetos del extraradio, y cómo ahora va a la escuela, y juega, y
ríe, y vuelve a poder ser niño.
Es en este lugar donde tantos jóvenes pueden
sanar sus heridas y donde cada historia y cada vida pueden ser renombradas,
acogidas, acompañadas, iluminadas, forjando día a día espacios de confianza y
cercanía.
Es bajo este techo donde se forjan amistades
cuando juntas tocamos nuestra propia vulnerabilidad y nos acompañamos desde
ella.
Una casa que, con sus luces y sus sombras, es memorial de otras casas que en la vida de Jesús son transparencia de Evangelio:
Posada samaritana que acoge y sana a quienes, atravesando fronteras, llegan a sus puertas golpeados y heridos por la represión y la violencia.Casa del padre bueno que espera y abraza, que abre sus puertas a tantos adolescentes que, en su aventura migratoria, desfallecen, sueñan, arriesgan, yerran, y regresan en busca del abrazo, al lugar de referencia y de cariño.
Lugar de conversaciones, como la casa
de Marta y María, como el pozo de la samaritana, como la casa de Mateo…. conversaciones
que ahondan que conectan y que ponen en camino.
Mesa compartida, donde se comparte el
pan y la vida, y donde, en algunos momentos mágicos, como a los discípulos de
Emaús, se nos abren los ojos y nos decimos unos a otros… "No ardía nuestro
corazón mientras conversábamos por el camino?”.
Hoy, día en el que la Iglesia conmemora la jornada del migrante y refugiado, esta casa nos invita una vez más a abrir nuestras vidas a la acogida, a creer en el milagro de los pequeños gestos, a ponernos en camino creando y recreando espacios que humanicen y nos humanicen, a acompañar procesos de sanación y crecimiento. Porque, al fin y al cabo, ellos, los que atraviesan desiertos y fronteras, llegan a nosotros con la gran propuesta de desinstalarnos, de poner en cuestión todo nuestro mundo, de reconducir nuestras vidas hacia el Evangelio. Ellos y ellas, una vez más son invitación y oportunidad para nosotros.
Parecía que la casa se ensanchaba cada
día, aunque en realidad lo que crecía y se humanizaba era el corazón de todas
las personas que convivían en ella.